La Pardina del Señor

EXCURSIÓN A LA PARDINA DEL SEÑOR O PARDINA BALLARÍN       8-11-2020

Considerado uno de los doce bosques españoles más bonitos para visitar en otoño , nos permitió disfrutar de una espectacular gama de colores entre las hayas, los pinos, los abetos, arces, robles, abedules,…

Iniciamos nuestro recorrido un kilómetro antes de la localidad de Fanlo, teniendo que cruzar el barranco del Chate, que debido a las últimas lluvias bajaba a tope. Algunos decidimos remangarnos y cruzarlo descalzos, los monegrinos podemos con todo.

Aún nos encontramos con otros dos barrancos bastante crecidos, el de Lana d’as Bracas y el d’Ixos. Proseguimos nuestra caminata sin que en ningún momento nos abandonaran los majestuosos robles, los acebos florecidos, los bojes (o buixos), los olmos, serbales de los cazadores, fresnos,…Todo un espectáculo de la naturaleza.

Aproximadamente después de una hora y media llegamos a las ruinas de lo que fuera la pardina Ballarín o del Señor, con restos de una ermita de origen románico. El nombre se debe a que a finales del XIX esta pardina fue comprada por el Señor de Fanlo.

Y desde allí otra vez al punto de partida, unos 11 km en total.

Por último aprovechamos para visitar la cascada de  Sorrosal en Broto, majestuosa y espléndida después de las lluvias. Nuestro Pirineo nunca deja de sorprendernos.

A mí personalmente esta excusión me traía a la memoria fragmentos del libro La lluvia amarilla de Julio Llamazares , ese amarillo que en otoño lo cubre todo y he querido compartirlos con vosotros:

A través de la ventana, podía ver el pantalón hundido y devorado por el musgo del molino y los reflejos temblorosos de los chopos sobre el río: inmóviles, solemnes, como columnas amarillas bajo la luz mortal y helada de la luna. Todo estaba en silencio, envuelto en una paz tan densa e indestructible que acentuaba más aún la desazón que yo sentía. A lo lejos, sobre la línea de los montes, los tejados de Ainielle flotaban en la noche como las sombras de los chopos sobre el agua. Pero, de pronto, hacia las dos o las tres de la mañana, un viento suave se abrió paso sobre el río y la ventana y el tejado del molino se llenaron de repente de una lluvia compacta y amarilla. Eran las hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del otoño que de nuevo regresaba a las montañas para cubrir los campos de oro viejo y los caminos y los pueblos de una dulce y brutal melancolía. Aquella lluvia duró solo unos minutos. Los suficientes, sin embargo, para teñir la noche entera de amarillo y para que, al amanecer, cuando la luz del sol volvió a incendiar las hojas muestras y mis ojos, yo hubiese ya entendido que aquella era la lluvia que oxidaba y destruía lentamente, otoño tras otoño y día a día, la cal de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las cartas y de la fotografías, la maquinaria abandonada del molino y de mi corazón.

 Sin duda nuestro Pirineo no deja de sorprendernos en cualquier época del año.

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